B.5.3.- Recuerdos del pasado

I - Morfeo
Una tarde este verano
sentado estaba en mi hamaca
leyendo a Antonio Machado:
("La tarde cayendo está"...)
a la sombra de un manzano.
Del agua de la piscina
sacaba el sol sus cristales
a la par que se escondía
por detrás de unos nogales.

Me fui quedando dormido,
quizá pensando en Machado,
y soñé que escribía en ripio
episodios del pasado.
Aquí traslado al papel,
aunque sea torpemente,
parte de lo que soñé.
De la niñez callaré
aquello que era lo mismo
para otro niño cualquiera:
juego, escuela y catecismo…
el sarampión… las paperas.
Así pues, comenzaré
mediada ya ni niñez,
cuando, después de un examen,
en el seminario entré.
II - El adiós
Pasamos aquel verano
haciendo preparativos:
sábanas, colchón, las mantas
y demás prendas de abrigo;
camisas y camisetas,
calcetines, calzoncillos....
Así como la maleta.
Todo había que marcarlo
con un número asignado;
la lavandera así sabe
quién era su propietario.
Casi sin darse uno cuenta,
llegó el día de partida.
Mi madre, llanto en los ojos;
mi padre, gran alegría;
mis hermanas, a mi lado,
algo tristes las veía.
Los bultos bien preparados,
bien repleta la maleta,
de aquellas de cartón piedra,
atada con una cuerda.
Todos me besan y abrazan,
yo, alguna lágrima suelta.
III - El Viaje
Y por fin me subo al tren
que a La Gudiña me lleva.
Allí me estaba esperando,
con un carrito y su bestia,
un amigo de mi padre,
que transporta el equipaje a
donde el autobús espera.
El conductor, muy robusto,
subido en la escalerilla
del autobús, va cogiendo
los bultos y las maletas
que desde tierra le arriman.
En la baca los coloca
y los sujeta con cuerdas.
Ya todo esta preparado,
y con voz áspera grita:
¡al autobús todo el mundo
que ahora mismo nos marchamos!
Hasta Viana del Bollo
el viaje fue sin problemas,
salvo el polvo, que abundante,
por las ventanas se cuela.
Allí se paró un buen rato
para estirar nuestras piernas,
para cambiar de viajeros:
los nuevos que van llegando
por aquellos que se quedan.
De Viana en adelante
la cosa es de otra manera:
una curva y otra curva,
una a izquierda, otra a derecha;
la carretera discurre
por mitad de una ladera.
Así, entre curva y curva,
entre pitido y pitido,
el morro del autobús
va rozando el precipicio.
Allá, al fondo, se ve el río
que divide a las montañas.
Sus aguas en torbellino
resbalan sobre las peñas.
Baja la sierra en terrazas
cultivadas de viñedos
ya con sus hojas doradas,
sin uvas ya sus sarmientos
y que, a modo de escalera,
en las piedras se cimentan
y descienden hasta el río.

En los pueblos del camino
se van subiendo más niños.
Sus equipajes demuestran
que compartimos destino.
Por fin se ve el santuario
suspendido en el abismo,
bien agarrado a las rocas,
hacia el cielo bien erguido.
Y llegamos al Cruzeiro.
El autobús da un respingo,
como para sacudirse
todo el polvo del camino.
Se forma un gran alboroto
con tanto niño gritando:
eso es mío, aquello no...
Un hombre vino a ayudarnos:
¡tranquilos, niños, tranquilos,
que todo se irá arreglando…!
Yo bajaré el equipaje
con mi carro y mi caballo.
IV - La bienvenida

Bajamos al seminario.
Y allí estaban esperando
don Nicasio y don José
con un papel en la mano.
Cada uno dice un nombre
y nos vamos colocando
a un lado u otro, según
nuestro nombre van llamando.
Nos llevan al dormitorio
para la cama mostrarnos
y ahí empezó mi calvario:
“Número ochenta y seis
J. A. Fernández Barrio".
¡El número de mi ropa
me habían dado cambiado!
Tengo el número catorce -dije yo,
mostrando, muy colorado,
la carta en la que decía
que era el número asignado-.
¡Pues alguien se equivocó!
- reflexionó don Nicasio-.
- Y ahora… ¿qué hago yo?
- "No sé. Ya te las apañarás."
De sopetón comprendí
que había dejado atrás
los cariñosos cuidados
de una madre con su hijo
y tendría que afrontar
el chaparrón de la vida
sin el cómodo cobijo
del paraguas familiar.
Ya no había más que hablar...
yo era el ochenta y seis,
dos números retorcidos
difíciles de hilvanar.
Con lo poco que sabía,
que mi madre me enseñó,
-“por si acaso”- me decía,
(pegar alguna trabilla,
zurcir unos calcetines,
o coser algún botón…)
por lo más imprescindible
comencé yo la labor.
Y hasta el fin de curso estuvo
el número ochenta y seis
marcado por estas manos
¡Vaya si yo me apañe!
Puede parecer cruel,
hoy le estoy agradecido:
fue mi primera lección,
que en la vida me ha servido
para afrontar situaciones
de difícil solución.
Ya todos hemos llegado.
A rosario y a cenar,
y después para la cama,
que mañana muy temprano
os tenéis que levantar.
V - Los gozos y las sombras
De la disciplina el yunque
nos empezó a moldear:
martillazo por aquí,
dos collejas para allá,
de los tirones de orejas
es preferible no hablar.
Aquí hago yo un inciso
sólo para atestiguar:
Lo narrado ya por otros
fue la pura realidad.
Cada cual… es una historia...
y yo tengo muy presente
lo difícil que es pulir
lo bruto del diamante.
¿Quién me enseñó a comer
con cuchillo y tenedor?
¿Quién me enseñó a distinguir
que una sardina no era
silbato del afilador?
¿Quien me enseñó a convivir,
quién me enseñó urbanidad,
quién me enseñó a compartir
quién me enseñó a estudiar?
Yo todo lo aprendí allí,
aunque tuve que llorar.
Alegrías también hubo,
yo no lo voy a negar:
el juego de las canicas,
de las chapas, del frontón
en la pared que tuviere
despejado su faldón.
Y los partidos de fútbol
que en las fiestas se jugaban
en el terregal que había
entre peñascos y jaras
allá arriba en la montaña.
Pocos tocan la pelota;
los demás todos corremos
(veinte o cuarenta chiquillos)
normalmente en pelotón,
de un lado al otro del campo
según donde va el balón.
Y los días de excursión,
en que, saliendo temprano,
íbamos a visitar
normalmente algún pantano.
Los vimos medio vacíos,
algunos en construcción,
y en las entrañas de otros
nos dicen con claridad
cómo de aquellas turbinas
sale la electricidad.
Y el paquete que recibes,
que, burlando los registros
de todos los fielatos,
trae un trozo de chorizo
camuflado en los zapatos.
Y aquel día en que, ¡por fin!,
tras osado desafío
de verbos irregulares,
se logra subir al podio
de ser primero de clase.
Aquello duraba poco
pero era una alegría
mirar desde allí hacia abajo
aunque fuera por un día.
Y aquel otro en que, inspirado,
sin fallar vas contestando
todas las conjugaciones,
modos, tiempos y personas
según lo va señalando
don Nicasio en la pizarra
con la vara de laurel,
aquella que le servía
para cualquier menester.
(Pero esa ya es otra historia,
que, tal vez, cuente algún día).
Y los libros que leía,
normalmente, algún mayor,
que a la hora de comer
en vilo nos mantenían,
como el de Lope de Amez:
EL ROBO DEL ENCENDEDOR.
Como ejemplo pongo ésta,
sólo para no alargarme…
Y alguna tarde de cine…
Y las obras de teatro…
Quizás haya otras cosas
de las cuales yo me olvide...
Todo esto mitiga un poco
algunos días amargos
que, de una u otra forma,
todos nosotros pasamos.
VI - Llega la Navidad
Llegan las primeras lluvias
y, tras ellas, llega la helada.
Estudios, rezos y juegos...
correspondientes castigos...
¡ha llegado Navidad!
¡¡ya me espera la matanza!!
Ligero anduve el camino,
flanqueado por olivos,
junto a otros compañeros,
ansiosos ya por llegar
cada cual a su destino.
El autobús, por la fecha,
al completo ya venía
con el pasillo repleto;
no cabía allí ni un alma.
El cobrador, sin dudarlo,
nos va subiendo a la baca
y nos encaja en los huecos
que el equipaje dejaba.
Agarraos bien -nos dijo-
a las cuerdas y a las barras.
Comenzamos de esta forma
el trayecto hasta Viana.
Al dar la primera curva
desperté muy asustado.
Con alivio me di cuenta
que yo seguía en la hamaca
con el libro de Machado.
Pero nunca olvidaré,
de que, subido en la baca,
yo por dos veces viajé.
Agosto - Septiembre 2014
J. A. Fernández Barrio.