B.5.C.- EL SILLÓN DEL SEÑOR OBISPO
Capítulo primero:
I. De cómo Fray Gerundio de Campazas, alias Zotes, entró en mi vida.
II. Horas de lectura y análisis
III. Anginas inoportunas
IV. Recabando información
V. Sorpresas y disculpas.
I. De cómo Fray Gerundio de Campazas, alias Zotes, entró en mi vida.
Corrían los años de filosofía en Astorga, consumiendo su ración de la rutina diaria, la monotonía que da la tranquilidad de conocer hoy lo que va a suceder mañana, sin sobresaltos, con los paseos por el claustro, algún partido de baloncesto en la pista nueva adosada a la muralla, las tardes de fútbol y paseo en las praderas de la plaza de toros, las horas de oración, descanso y estudio, y algún cigarrillo a escondidas.
Por las noches, después de acostarnos, algunos ratos de radio galena (en mi caso prestada), que nos abría los oídos a las cosas de extramuros.
En nuestro caso particular, al ser la mayoría de nosotros hijos de Castilla, no puedo estar de acuerdo con mi admirado Antonio Machado cuando en su poema "A orillas del Duero'' dice del carácter castellano:
"Filósofos nutridos con sopas de convento
contemplan impasibles el amplio firmamento;
y si les llega en sueños, como un rumor distante,
clamor de mercaderes de muelles de Levante,
no acudirán siquiera a preguntar: ¿qué pasa?
y ya la guerra ha abierto las puertas de su casa.‘‘
Nosotros sí teníamos nuestra puerta abierta de par en par a todo lo nuevo con los pocos medios a nuestro alcance, como una humilde radio galena escuchada furtivamente bajo las mantas.
Pero un día los estamentos superiores decidieron, no sé con motivo de qué celebración, que debíamos hacer unos trabajos que, posteriormente, se decidió que serían presentados en el teatro Gullón.
A esta presentación acudirían las autoridades civiles, militares, académicas y, por supuesto, eclesiásticas, así como lo más sobresaliente de la sociedad astorgana.
Se formarían varios grupos de trabajo, cada uno con un jefe de grupo que repartiría las tareas a realizar por cada uno de sus componentes.
... Y me cayó el marrón de ser jefe de uno de estos grupos.
El tema a desarrollar por mi grupo lo titulamos: "Dos plumas y un mismo intento”.
Deberíamos analizar los esfuerzos de dos frailes, el padre Isla (jesuita) y el padre Feijóo (benedictino), por cambiar con sus abundantísimos escritos la forma de entender la vida, la religión, la medicina y las múltiples y oscuras leyendas y conjuros que condicionaban la vida de las personas en la época de la preilustración, en el sigl0 XVIII.
De José de Isla, analizaríamos sus esfuerzos por cambiar la oratoria religiosa de su tiempo a través de su obra Fray Gerundio de Campazas.
De Benito Jerónimo Feijóo, cómo intentó dar luz al conocimiento imperante, mediante la experimentación, y, de todas sus obras, dos eran las que nos servirían de guía para el desarrollo del tema: "Teatro Crítico Universal" (1726-1739) y " Cartas Eruditas y Curiosas" (1742-1760).
Como el objeto de este pequeño estudio no consiste en analizar sus biografías, ambas dignas de estudio más detallado, remito a los que puedan estar interesados a cualquiera de las páginas de Internet relativas a ambos personajes donde desarrollan prolijamente la materia en cuestión.
... Y digo que me tocó el marrón, porque, aparte de la responsabilidad, me entregaron lo que entonces, a primera vista, me pareció un mamotreto enorme con tapas de piel marrón titulado "Historia del famoso predicador Fray Gerundio de Campazas, alias Zotes", escrito por fray José de Isla de la Torre y Rojo, jesuita, publicado (la primera parte) en Madrid en 1758 y agotados los 1500 ejemplares en sólo tres días. Tuvo un gran éxito; pero, al tratar de forma tan crítica y satírica a los predicadores de la época, topó con la Inquisición, que la prohibió, tanto la primera parte como la segunda.
Para quien no haya tenido la oportunidad de ojear dicha obra, diré que se compone de:
Primera parte, que contiene tres libros que abarcan treinta y seis capítulos.
Segunda parte, con otros tres libros desarrollados en veintitrés capítulos.
En conjunto forman una vasta obra en la que va contrastando, a través de Fray Gerundio, la profunda diferencia de cómo se utilizaba el púlpito por los predicadores de la época y cómo debería utilizarse para la difusión de la doctrina de Cristo y de su iglesia.
El P. Feijóo, en sus obras "Teatro Crítico Universal" y "Cartas Eruditas y Curiosas" pasa todos los aspectos de la ciencia por el tamiz de la experimentación y la demostración. Todo lo que la experimentación no puede demostrar no debe tomarse como ciencia cierta; sólo se salvan de este análisis los dogmas de la fe.
II. Horas de estudio y análisis.
Los trabajos tenían una fecha de entrega para ser revisados y corregidos.
Dada mi nula habilidad, por aquel entonces, para dirigir equipos de trabajo, la fecha se aproximaba y los componentes de mi equipo se fueron escaqueando de modo que me encontré ante el dilema de chivarme (cosa que yo odiaba) o de asumir el trabajo en solitario. Y esto último fue lo que hice.
Fueron necesarias muchas horas de lectura (debido a la abundantísima documentación) para resumir en diez hojas un poco del pensamiento de estos dos sobresalientes hombres. Los recreos de las tardes, los días de paseo y alguna hora diaria de sueño dieron su resultado y entregué el ejercicio a su tiempo.
No fueron necesarias muchas correcciones, así que se pasó a máquina (con muchas imperfecciones, como se verá después) y comenzó la tarea más difícil para mí, el ensayo de la dicción: leer con claridad, despacio, con entonaciones, silencios, interrogaciones, etc. Me costó, pero el tutor hizo un gran trabajo y estaba satisfecho.
III. Anginas inoportunas.
Dos días antes de la presentación, un súbito ataque de anginas me postró en la enfermería y dejé al profesor con el trabajo realizado, pero sin lector del mismo.
Como la estancia en la enfermería se prolongó durante bastantes días, no supe quién lo leyó al final, ni si gustó o no. En realidad no supe más de aquello y tenía el convencimiento de no poseer copia alguna de dicho trabajo.
Parecía como si no se hubiese presentado.
Pero las cosas, a veces, esconden sorpresas...
IV. Recabando información.
Cuando decidí narrar "El sillón del señor obispo" y, dado que no podía hacerlo sin hacer referencia al mencionado trabajo, pedí ayuda a Herminio, por si él recordaba algo de aquella presentación y, después de haberme escuchado, me dice con toda tranquilidad que él había sido el presentador del acto. (Debemos reconocer que el cepedano siempre tuvo buena veta). En correo posterior, ya me detalla que, efectivamente, fue un acto muy bien organizado, con presencia del señor obispo y del obispado en pleno, de las autoridades civiles y militares, y de lo más granado del ente astorgano. (Llenazo total, afirma).
Un intermedio del acto estuvo amenizado por nuestro compañero Severiano que, con otro pianista cuya identidad no recordamos, interpretaron al piano, a cuatro manos, la pieza musical "El lago de Como".
Pero, aún hay más...
V. Sorpresas y disculpas.
En la colaboración "Perdone mi despiste, D. Gregorio" escribí: "Por desgracia todos los papeles y cuadernos que yo guardaba en la casa paterna han servido para que mis sobrinos, en época de vacaciones con los abuelos, hiciesen barcos o aviones, por lo que no queda recuerdo ni soporte escrito de aquellos años “. Leído lo anterior por mi sobrino Pedro, me envió (cuando ya una parte del trabajo estaba en proceso para su publicación) un paquete en el que, para mi sorpresa, están muchos de los cuadernos de los diferentes cursos, desde el de latín del primer curso hasta los de literatura, corregidos por don Gregorio, los de matemáticas, griego, etc y la copia de "Dos plumas y un mismo intento".
Como públicamente les acusé, es de ley que, públicamente, les pida disculpas, cosa que hago con mucho gusto.
Este hallazgo me da un nuevo punto de vista y considero que será interesante su publicación completa.
(Continuará)
Próximo capítulo: “Dos plumas y un mismo intento” (P. Isla - P. Feijóo)
FBarrio, Junio 2015
EL SILLÓN DEL SEÑOR OBISPO.
Capítulo II.
DOS PLUMAS Y UN MISMO INTENTO
(PADRE ISLA - PADRE FEIJÓO)
| ||
José Francisco de Isla |
| Benito Jerónimo Feijóo |
Este capítulo contiene el documento original, tal cual fue mecanografiado para ser leído en el teatro Gullón.
Era un borrador y no estaba destinado a a ser publicado. Como puede apreciarse, su mecanografía está llena de erratas y errores. No olvidéis que todavía no se había inventado el típex, posiblemente fuera la primera vez que me sentaba ante una máquina de escribir, la cinta debía estar ya en las últimas, etc.
Contiene, incluso, algunas faltas de ortografía que, hoy en día, me hacen sonrojar; pero me han pedido que no lo toque ni lo arregle, porque sustenta la imagen del paso del tiempo, que le da, para mí también, un aire de nostalgia y cierto romanticismo.
Espero que os sirva de distracción y recuerdo, amenizado también esta vez con la melodía del Lago de Como, como el día de su estreno.
Una vez que hayáis leído y descifrado el texto, sólo me queda lanzar la pregunta: ¿Quién de vosotros fue el lector del mismo aquella noche en el teatro Gullón? En la reunión de agosto sería una buena oportunidad para cambiar impresiones sobre el tema.
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FBarrio
Julio 2015
(Continuará. Próximo capítulo: Visita inesperada.)
EL SILLÓN DEL SR. OBISPO
Capítulo III
UNA VISITA INESPERADA
I- La plaza
Durante las tardes de paseo, en las que me quedaba en la habitación leyendo a Isla o a Feijóo, había ratos en que, cansado de las disquisiciones de fray Gerundio o de las profundas reflexiones de Feijóo, me levantaba de la mesa para estirar las piernas y me asomaba un rato a la ventana de mi habitación.
Ésta estaba situada en la fachada, casi en la vertical izquierda de la puerta de entrada al seminario, por lo que tenía una gran panorámica de la plaza, presidida por el pedestal y la imagen de la virgen. No era una plaza muy transitada, salvo por aquellas personas que venían a nuestra casa (sacerdotes, profesores o alguno de nuestros compañeros mayores que iban o venían de cumplir algún recado).
Algunas mañanas veía la llegada a la plaza del pequeño autobús con el letrero lateral que le ponía nombre: "LA CEPEDANA" o “LA LORENZANA” (no lo recuerdo muy bien). Llegaba con la baca repleta de trastos (cestas de mimbre cubiertas con paños de colores, pequeños cajones, jaulas, maletas, atijos...) pero sobre todo mucho polvo. Los pasajeros ya venían provistos de una varita y, al bajar del autobús, se sacudían con ella la vestimenta de forma que se levantaba una nube marrón que ascendía o se desplazaba a merced del viento.
(El día 7 de agosto de este año vi cuánto había cambiado la plaza. Yo, iluso, aún esperaba encontrar la plaza recoleta que había dejado, cincuenta años atrás. La encontré encogida, minimizada por los edificios que la han acorralado).
También veía desde mi ventana la verja y el jardín de la casa que me dijeron que era la del poeta Leopoldo Panero. Hoy no lo tengo seguro de que fuese así, pero, en aquel entonces, lo daba por cierto y, como tal, sentía una gran atracción y me infundía un sentimiento de admiración y a la vez de extrañeza por no conocer más la obra de este poeta que, estando tan cerca, era tan poco difundido y explicado en nuestras clases de literatura. Con el paso del tiempo fui entendiendo las razones que pudieron influir en tal distanciamiento de nuestras aulas. Pero yo tengo la convicción de que un hombre que escribe el siguiente poema no puede ser un hombre malo, todo lo más, un hombre influenciado por compañías peligrosas.
Las manos ciegas
“Ignorando mi vida,
golpeado por la luz de las estrellas,
como un ciego que extiende,
al caminar, las manos en la sombra,
todo yo, Cristo mío,
todo mi corazón, sin mengua, entero,
virginal y encendido, se reclina
en la futura vida, como el árbol
en la savia se apoya, que le nutre,
y le enflora y verdea.
Todo mi corazón, ascua de hombre,
inútil sin Tu amor, sin Ti vacío,
en la noche Te busca,
le siento que Te busca, como un ciego,
que extiende al caminar las manos llenas
de anchura y de alegría.”
II.El desván.
Otras veces me daba un paseo por los pasillos.
En uno de estos paseos, me topé un día con una puerta, en el último piso, que no tenía el aspecto de pertenecer a una habitación de estudiante. (Tampoco la encontré en nuestra última reunión). Movido por la curiosidad, miré si podría abrirse. Para mi sorpresa, la puerta se abrió con un crujir que, en aquella soledad, me dio un poco de miedo. En la semioscuridad, una vez abierta, me topé con la estatua de un obispo con su mitra y su báculo y una mirada de reproche que casi me hizo retroceder. Pero, ya puesto, busqué, tanteando en la pared con la mano, la llave de la luz y tuve suerte. Al encenderla, me encontré en una especie de trastero o desván, donde se apilaban toda clase de cachivaches. Por el polvo que acumulaban, debía hacer mucho tiempo que nadie visitaba aquella estancia.
De lo que había, lo que más me llamó la atención fue un sillón enorme de color morado, que estaba situado justo detrás de la estatua del obispo, como si el hombre se hubiese levantado al oírme entrar. Consideré que aquel sillón, tras un buen cepillado, quedaría muy bien en mi habitación, por lo que, sin miramientos de dejar al obispo sin poder volver a sentarse jamás, me dispuse al traslado. El trasto tenía ruedas, pero aún así, la de trasladarlo a mi habitación no era tarea fácil para una sola persona, ya que había que bajarlo por las escaleras. Esto lo realicé unos días más tarde con la ayuda de un compañero que, a estas alturas de la vida, no recuerdo quién fue.
Aquella tarde sí bajé la mitra del obispo, que le quité fácilmente, ya que los tornillos que la sujetaban a su cabeza cedieron al primer intento.
También encontré otras cosas que me iban a ser muy útiles: una jarra-aguamanil de las que se ponían en los palanganeros y… ¡un infiernillo! Éste me proporcionó agua caliente todas las mañanas, un lujo en los fríos despertares astorganos. Estos dos artículos los guardaba celosamente en el armario, al abrigo de miradas indiscretas.
La mitra la coloqué encima de la mesa de estudio, que estaba situada junto a la ventana; el sillón, que ocupaba lo suyo, enfrente de la cama, aprovechando el hueco que dejaba el armario.
En conjunto, la ya pequeña habitación perdió un poco de espacio, pero el sillón le daba más prestancia y, a veces, cuando el estudio no requería escritura, me sentaba en él, ya que era más cómodo que la silla.
III. Visita inesperada.
Como expliqué en el capítulo I, una inflamación de anginas me envió a la enfermería dos o tres días antes de la presentación del trabajo "Dos plumas y un mismo intento” en el teatro Gullón.
Pasados los días de estancia en la enfermería, me incorporé a la rutina diaria.
Una tarde, después de la merienda, estaba preparando las clases del día siguiente. Como casi todas las tardes, gastaba un rato de este tiempo mirando hacia la plaza, mientras fumaba un cigarrillo procurando, en lo posible, exhalar el humo por la ventana entreabierta. Al terminar, metí la colilla en la botella preparada a tal efecto con un poco de agua en el fondo, la puse debajo de la mesa y seguí con el estudio. Pasados unos minutos, alguien llamó a la puerta de mi habitación. Creí que sería alguno de los compañeros que, a veces, venían a por un cigarrillo "prestado''.
¡Cuál no sería mi sorpresa al toparme de frente con el señor obispo, don Marcelo!
Me quedé clavado en la puerta sin acertar a decir palabra ni a moverme. Sólo un pensamiento me torturó por unos instantes: ¿Cómo podría yo explicar a don Marcelo el origen del sillón y de la mitra?
- ¿Puedo pasar? - me preguntó con aquella voz tan peculiar, melodiosa, convincente, que tenía don Marcelo.
Sin decir palabra me aparté a un lado y él entró.
Lo primero en que se fijó fue en el sillón, pues casi tropezó con él. Se quedó mirándolo un instante y me preguntó:
- ¿Y este sillón?
- Es de un señor obispo -, acerté a contestar.
- Y ¿cómo ha llegado hasta aqui?
No me dio tiempo a contestar, ya que también si fijó en la mitra.
- Veo que al pobre obispo también lo has dejado sin mitra.
Llegados a este punto, consideré que sería conveniente explicarle la procedencia de ambos objetos, por lo que le pregunté si deseaba sentarse, ofreciéndole el sillón.
- Prefiero sentarme en la silla. Siéntate tú en el sillón – me contestó.
Se sentó en la silla con el codo izquierdo apoyado en la mesa y mirando hacia mí.
- Anda, siéntate tú también en el sillón del obispo.
Me senté y le expliqué de dónde había sacado el sillón y la mitra. Como si no le diese importancia me preguntó:
- ¿Quieres un cigarrillo?
- No, monseñor. No fumo. – Le respondí.
- No me mientas, porque te vi fumando desde la calle.
Mi cara ardía. Debía tenerla como un ascua cuando le confesé:
- ¡Perdóneme! Sí fumo, pero sólo algún cigarrillo, de vez en cuando...
Me alargó el brazo con el paquete de Camel. Y yo, tembloroso, cogí uno. Él encendió el suyo y me alargó el encendedor para que yo encendiera el mío. Después me preguntó de dónde era, si había comenzado en Astorga o en Las Ermitas, si estaba contento, cómo llevaba los estudios...
A medida que hablaba don Marcelo, yo me fui tranquilizando y contesté, creo que con aplomo, a todas sus preguntas.
Al mover el codo que tenía encima de la mesa, tropezó con el tocho de fray Gerundio que, por razones que ahora no recuerdo, yo no había devuelto todavía.
- ¡Fray Gerundio! – dijo. Y me pregunto: - ¿Fuiste tú el que hizo el trabajo sobre la oratoria religiosa?
- Sí, señor. Servidor y los compañeros. - Le respondí.
- Pero no lo presentaste tú, ¿verdad?
Le expliqué el problema de las anginas.
- Pues el tabaco no es muy bueno para las anginas, - me dijo.- Y, a propósito, ¿dónde tiras las colillas?
Me levanté y saqué la botella de debajo de la mesa. Sólo tenía la colilla que me había fumado un rato antes. Él se sonrió.
- El trabajo estaba bien en general, pero me gustó aquello de que “la oratoria estaba en las astas de la decadencia”.
- Muchas gracias. - Le contesté, no sin cierto regocijo interior.
De este modo me enteré de que el trabajo se había leído y, encima, a nuestro obispo le había gustado “en general”.
Entonces se levantó y también me puse de pie de un salto.
- ¿Cómo me dijiste que te llamabas?
Hasta entonces no me lo había preguntado, así que le dije mi nombre.
- Bien, José Antonio, me tengo que ir.
Extendió su mano para que besara su anillo. Lo hice casi con cariño.
- Procura no decir mentiras. -me recomendó al salir.
- Se lo prometo. -Contesté.
Y se fue hacia las escaleras colocándose el solideo.
Nadie me llamó la atención. Supongo que don Marcelo no lo comentó con nadie y, desde entonces, yo seguí con especial atención su trayectoria hasta su muerte. Y nunca he olvidado este episodio de mi vida. Yo, por mi parte, creo que tampoco lo comenté con nadie, pues entendía entonces que nadie me creería. Aun hoy me sigo preguntando qué cúmulo de casualidades confluyeron para que don Marcelo viniese a mi habitación.
Así fue cómo fumé un cigarro con don Marcelo, sentados, él en mi silla de estudiante y yo en el sillón del señor obispo.
P.S. Quiero enviar un saludo a F. V. Colinas y agradecerle que se atreviese a leer un texto tan mal mecanografiado. ¡Gracias, compañero!
FBarrio.
Octubre 2015